¿La energía nuclear argentina pasa a manos privadas?

Nucleoeléctrica Argentina S.A. (NA-SA) es la empresa estatal responsable de operar y mantener las tres centrales nucleares del país: Atucha I, Atucha II y Embalse. Se trata de un activo estratégico por su aporte al sistema energético nacional y por lo que significa en términos de soberanía tecnológica, autonomía en la producción de combustibles y desarrollo científico.

El Gobierno nacional avanzó con la privatización parcial de la compañía. Mediante el Decreto 695/2025, se resolvió que el 44 % de las acciones salga a licitación nacional e internacional, mientras que un 5 % se reservará para los trabajadores a través del Programa de Propiedad Participada. El Estado conservará el 51 % restante, asegurándose en los papeles el control mayoritario.

La letra fina establece que toda decisión estratégica, como ampliar capacidad, construir nuevas centrales o desactivar reactores, deberá contar con la aprobación del Ejecutivo. Sin embargo, más allá de la formalidad legal, todos saben que la actitud que rige desde que Javier Milei asumió el poder es la de un gobierno entreguista, que prefiere abrir la puerta de los recursos estratégicos al capital extranjero antes que defenderlos como patrimonio común de los argentinos.

Todavía no se han definido qué inversores se quedarán con el paquete en juego, pero se espera que aparezcan fondos de infraestructura y grupos energéticos internacionales, atraídos por un negocio que combina capacidad de generación estable con rentabilidad a largo plazo. ¿Qué pasa cuando las llaves de la energía nuclear, eje de la matriz eléctrica del país, quedan en manos privadas?

El debate se da en paralelo a una industria nacional que atraviesa su peor crisis en décadas. Desde fines de 2023, se perdieron más de 130.000 puestos de trabajo en la industria, la construcción y la minería. La producción manufacturera acumula una caída del 19 % en trece años, y ramas como la textil agonizan entre la falta de consumo y la apertura indiscriminada de importaciones.

Privatizar parte de Nucleoeléctrica en este contexto es mucho más que una operación financiera, es un gesto político que expone la tensión entre soberanía y entrega. La energía nuclear, una de las pocas áreas donde la Argentina supo ser reconocida a nivel mundial, pasa a ser también un terreno de disputa donde el capital extranjero puede ganar terreno en nombre de la “eficiencia” y la “inversión”.

El Gobierno defiende la medida bajo el argumento de que el control formal sigue en manos del Estado, pero la experiencia reciente demuestra que la letra chica nunca detiene el peso real de los inversores sobre las políticas estratégicas. En tiempos de crisis, el país parece resignar sus activos más valiosos. Y lo hace con un discurso que viste de pragmatismo lo que, en el fondo, no es más que una política de entrega.