En su definición más precisa, Arturo Jauretche describía al cipayo como aquel que sirve intereses extranjeros creyendo que defiende los propios. No se trata de una simple traición a la patria, sino de algo más profundo y corrosivo: una forma de colonización mental. Es la mente colonizada la que convierte la sumisión en virtud, la obediencia en estrategia y la entrega en signo de modernidad.

En la Argentina de Javier Milei, esa figura adquiere una nueva forma. En su reciente encuentro con Donald Trump, el presidente argentino no solo se mostró entusiasmado, sino orgulloso de ser bien recibido por quien calificó a nuestro país como “un enfermo terminal”. Trump no habló desde la empatía, sino desde la frialdad geopolítica: Argentina, para él, es un país a salvar o abandonar, según lo dicte su conveniencia.

Lejos de rechazar esa mirada degradante, Milei la celebró. Sonrió, agradeció y volvió con la satisfacción del subordinado aceptado por su superior. A cambio, el expresidente republicano le ofreció un supuesto rescate financiero de hasta 40 mil millones de dólares, condicionado, por supuesto, a su permanencia en el poder. Una ayuda que no se basa en la necesidad del pueblo argentino, sino en la lealtad política del mandatario.

Más allá del show diplomático, lo preocupante son las consecuencias institucionales. Los acuerdos que Milei estaría negociando en nombre de una supuesta “reconstrucción económica” carecen de respaldo legislativo. No fueron debatidos en el Congreso ni cuentan con la aprobación que exige la Constitución para compromisos internacionales. Por lo tanto, son jurídicamente nulos y democráticamente ilegítimos.

Esta es la gran paradoja del discurso libertario del presidente: se envuelve en la bandera del republicanismo liberal mientras toma decisiones por fuera de la ley. Gobernar sin Congreso, firmar acuerdos sin debate, endeudar al país sin transparencia: todo esto va en contra de los principios republicanos que dice defender.

Lo que en verdad guía su política exterior no es el interés nacional, sino la ideología. Una ideología que idolatra al capital extranjero y desprecia la soberanía. Para Milei, una foto con Trump o un elogio en Wall Street vale más que cualquier discusión democrática en el Parlamento argentino.

El país, mientras tanto, se deteriora. La producción industrial y la construcción están en caída libre. Los jubilados sobreviven en condiciones indignas. Los salarios pierden poder adquisitivo cada mes, y la deuda externa se expande sin control. Pero el gobierno celebra sus “alianzas estratégicas” como si fueran triunfos patrióticos.

La psiquis del cipayo funciona con precisión: cree que lo encadenan por su bien, que obedecer lo hace más libre, que arrodillarse es una forma de grandeza. Milei, como sugiere Jauretche, no gobierna: administra una entrega. Y esa entrega es presentada como modernización, cuando en realidad es una forma de dependencia disfrazada de progreso.

No es la primera vez que la Argentina atraviesa este tipo de sometimiento. Y si la historia se repite, volveremos a ver a los responsables culpar al pueblo por no haber agradecido la miseria que les ofrecieron. Como siempre, dirán que el error no fue la entrega, sino la rebeldía de los que no se resignan.