¿Hasta dónde puede resistir una sociedad?
La directora del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, lo dijo con una frialdad alarmante: “El éxito del ajuste en Argentina depende de que la gente acompañe.” Lo presentó como un consejo maternal, casi inocente, pero en realidad fue una advertencia disfrazada: si el pueblo no se resigna, el experimento económico fracasa.
No se trata de acompañar, sino de aguantar. De sobrevivir. El “éxito” que busca el FMI exige salarios pulverizados, jubilaciones de miseria y derechos sociales arrasados, todo en nombre de una supuesta disciplina fiscal. Esa misma fórmula que ya devastó a otros países.
En menos de un año, el gobierno de Javier Milei aplicó el ajuste más brutal desde la crisis del 2001. La inflación bajó, sí, pero a fuerza de hambre. El déficit se cerró recortando donde más duele: salud, educación, obras públicas, ciencia, y asistencia social. La pobreza ya supera el 60 %, mientras el aparato productivo se paraliza, el crédito se extingue y la deuda crece como una bola de nieve.
Los organismos internacionales aplauden. A ellos les cierran los números. Pero lo que no muestran sus planillas de Excel es el costo humano: chicos sin comida, abuelos sin medicamentos, estudiantes sin becas, docentes sin salarios dignos. El superávit fiscal es una ficción construida sobre el sufrimiento.
Georgieva lo sabe. Por eso apela al ejemplo de Europa del Este, donde gobiernos que ajustaron con mano dura lograron mantenerse en el poder. No dice cómo: medios cooptados, represión silenciosa, miedo, resignación. Lo que quedó fue una democracia herida y una ciudadanía agotada.
La historia europea está llena de advertencias: Grecia, España, Portugal, Irlanda. Países que se convirtieron en laboratorios de la austeridad. Les prometieron estabilidad a cambio de sacrificios. Lo que obtuvieron fue una década perdida, generaciones precarizadas y una fe rota en la política. El FMI los exhibe como modelos. Pero lo cierto es que ningún ajuste genera bienestar. Solo posterga el colapso.
En Argentina, el guion se repite. Milei declara amor a la libertad mientras entrega soberanía al Fondo. La motosierra no corta privilegios: corta derechos. Se suspenden medicamentos oncológicos, se eliminan programas sociales, se desfinancia la educación pública. Todo para mostrar números “ordenados” en Washington. Mientras tanto, la deuda externa sigue creciendo y cada dólar que se paga en intereses es un peso menos en hospitales, escuelas o jubilaciones.
¿Cuánto tiempo más puede durar esto? Georgieva lo sabe: no hay ajuste que sobreviva si la sociedad despierta. Por eso la insistencia en que “acompañe”. Pero ningún pueblo acompaña eternamente su propio sacrificio.
Argentina ya vivió esto. Con Martínez de Hoz, con Cavallo, con Macri. Ahora lo revive con Milei, un libertario sin patria, que aplica recetas de sumisión económica con ropaje de revolución ideológica. No hay libertad en una sociedad que solo puede elegir entre sobrevivir o rendirse.
Europa aprendió, aunque tarde, que la austeridad no trae progreso: trae rencor. Tal vez a nosotros todavía nos falte aprenderlo. Pero cuando el hambre deja de ser estadística y se convierte en desesperación, el ajuste deja de ser política económica y se transforma en violencia.
Y cuando eso ocurre, ninguna fórmula cierra. Porque la realidad, tarde o temprano, rompe hasta los planes mejor diseñados. Porque la miseria no se acompaña: se padece. Y ningún pueblo puede soportarla para siempre.
